sábado, 19 de octubre de 2013

A veces sueño con ella y con vos

   En una habitación dudosamente oscura, diviso dos cuerpos recostados uno al lado del otro. Dos voces diferentes susurran cosas inentendibles. Me acerco para escuchar mejor. Una de las voces me es familiar; la otra me aterra: es mi propia voz. Me siento encerrada, como si me faltara el aire. Quiero detener lo que está sucediendo delante mío. Siento que soy invisible.
  Los cuerpos se acercan y la poca luz me prohíbe distinguir figuras. Los susurros se reemplazan por fricciones de labios, por suspiros, por respiraciones turbadas. Al mismo tiempo que lo veo, siento tus manos en mi cintura, en mi espalda, en mi estómago. Siento cómo te deshacés fácilmente de la ropa que llevo puesta. Desaparece en un rincón, primero, una camisa. Después, mis pantalones. Como si fuera un juego, empezás a manejar mis manos. Las llevás hacia tu cara, me mirás fijo y las bajás hasta tu cintura. Lo estoy viendo. Lo veo desde afuera, pero lo siento. Veo tus ojos clavados en mí, la mirada desafiante que ya no tiene rasgos de inocencia, está provocándome. Sonreís de costado, como si se tratara de una perversa seducción. Lentamente, te acercás a un lado de mi cabeza y me preguntás “hasta donde quiero llegar”. Me desafiás a romper mis propios límites. Me besás pero no digo nada.
  Volvés a mis manos, pero esta vez, las presionás fuerte. No duele, te imponés. Los movimientos que les provocás ahora dejaron de ser caricias, son bruscos, al igual que tus besos. Te detenés para sacarte toda la ropa que llevás puesta. Abrís mis piernas de un movimiento, volvés a meterte en mi boca y a manejar mis extremidades. Mis piernas te rodean la cintura, mis brazos también y mis manos están sobre tus muslos. Las cierro tensas. Lográs librarte de mí rápido, me girás, apoyás todo tu cuerpo sobre mí, empujándome. Volvés a mi oído y tu voz agitada aparece: “te haría de todo”. Me preguntás si me gusta lo que hacés, varias veces. No puedo responder porque tus dedos juegan con mi lengua y mis dientes. Si te muerdo, presionás más tu cuerpo sobre el mío.
  Mi figura estática comienza a soltarse y me acerco un poco. Miro tu cara y está transformada. Sos vos, lo sé, pero tus gestos son tan violentos que no te reconozco. No logro ver la otra. Me vuelvo a alejar temiendo ser vista. En la cama, siento cómo me girás, me mordés el cuello, suspirás muy profundo, casi como un gemido. Te desplomás a mi lado, respirás, me tomás por la cintura y me ubicás sobre la tuya. “Movete, dale”, decís, pero no conforme con mi postura, te incorporás, te sentás pero aún estoy sobre vos.
   Entonces veo cómo arrancás mis últimas prendas y volvés a tirarme sobre la cama. Decís algo repetidamente, que no logro descifrar. Tu voz, la escucho; tu figura moviéndose sobre mi cuerpo, la veo. Me crispa escucharte, me envuelve, aunque no entienda. Escucho gemidos cada vez más intensos, no soporto verlo más desde afuera, quiero volver a estar en mi cuerpo. Siento que ahora la que está ahí con vos es otra. Me desespero, me vuelvo loca, me atacan los pensamientos, me enferma. Corro hacia el interrumpor de luz, la enciendo. Te girás tan rápido que puedo percibir cierto miedo, vergüenza, culpa. 
    Pero no te miro a vos, la miro a ella. Sorprendida, atormentada.


   Tiene el pelo corto, pero despeinado, como si fuera su estado natural. Es verde. Me mira enojada, nadie dice nada, solamente me mira y vos vas desapareciendo. Supongo que te paraste y te estás vistiendo. Su cara tiene una oscuridad, cierto misterio: me es familiar, la vi antes, pero ya no parezco yo. Refleja seguridad en su cuerpo desnudo, abierto. No se cubre, no deja de verme fijo a los ojos ni se movió de su lugar. Me hace sentir que la que está equivocada soy yo, que no tengo que estar ahí, me está echando con la mirada. Lo entiendo. Retrocedo dos pasos, giro y estás atrás mío. Me mirás unos segundos y me besás. Me tirás sobre la cama, empieza todo de nuevo. Lo mismo. Pero ahora no está la chica de pelo extraño. Estoy yo. Sin embargo, en un instante, miro hacia la puerta y veo una sombra que nos está observando.

domingo, 29 de septiembre de 2013

El día que me vaya

   Cuando ya no tenga que ver estas cuatro paredes impregnadas de dolor, de recuerdos y llantos, cuando tenga más motivos para irme que para quedarme, cuando mi cuerpo ya no tolere el letargo de estar en un sendero empantanado del que no se puede salir sino se hacen sacrificios y mucha, mucha fuerza, ese día, no sabrás más de mí.
   
   Cuando finalmente no extrañe más este lugar y decida apropiarme de uno mejor; cuando sostenga firme mi cabeza y no existan más suplicios ni tormentos, donde no defraude a nadie, donde nadie me haga promesas vacías, donde exista una persona, y nadie más que esa, que se dedique a mí, que me sepa preservar, donde no deba nada… Ese lugar será mío. Será una mínima parte de lo que soñé alguna vez, pero tendrá mi marca personal, será mi nido. Y si me sintiera desprotegida, podría llenarlo de lo que quisiera, sin cobardía, ni recelo, ni desasosiego, porque podré hacer con él lo que ni siquiera la gente piensa que puedo ser capaz.
   
   El día que me vaya seré realmente yo. Allí, donde nadie me juzga, donde estoy, pero me esquivan, donde comentan que mi presencia es tan fuerte que no pueden mirarme a los ojos. Porque temen que así vea lo débiles que son. No existirán horarios, ni reclamos agotadores, ni alarmas que interrumpan mi imaginación, ni defectos que me jueguen en contra, ni hendiduras que abran grietas en las mentes, ni la falta de valor para decirle a una persona en especial, que todo lo que uno necesita, es estar más cerca y tener, al menos, un camino trazado para saber si pisar bien el suelo que transitamos.

   No me van a  extrañar. Ni yo a ellos. Decidiré sin preámbulos quién me acompañará. Si te extiendo mi mano, tendrás que pensarlo bien, porque podría no haber vuelta atrás. Es ahora. Es el lugar. Cuando esté en paz, revolcándome en mi propio fango, divirtiéndome en mi propia fiesta, te invitaré.


   Y si prefieres quedarte dónde estás, te sonreiré, ¡viva la vie! nos veremos en otra dimensión, pero no temas por mí, que seguramente voy a ser feliz.

sábado, 7 de septiembre de 2013

El deseo de Sebastián

Hoy recibí una llamada muy preocupada y en seguida trajeron a Valentina a casa. Al principio, ni siquiera intenté preguntarle por qué estaba tan callada, quieta, dubitativa. Estaba dibujando. Preferí no molestarla.

Cuando viene a casa, al departamento, prefiero no fumar adentro, así que salgo al balcón. Me senté con una revista pero no la estaba leyendo. Era una estrategia, de alguna manera, para que ella se sintiera sola en el comedor y se acercara. Por supuesto, lo hizo. Está acostumbrada a que le estén un poco encima y, como si fuera un acto reflejo, busca rápidamente alguien a quien contarle algo. Sin embargo, suele ser una chica que ahorra palabras.


Valentina es mi hija. Pero no vive conmigo. Tiene once años y aparenta menos cuando se ríe de cualquier cosa. Parece más grande cuando plantea sus dudas. Tiene un don natural para aprender palabras nuevas, difíciles de entender a esa edad. Lee mucho y eso la mantiene en un constante aprendizaje de un vocabulario exquisito. Me enorgullece que sea así, pero no quiero atosigarla con discursos de madre gozosa por las actitudes de su hija. Elogiarla mucho me da la sensación de que puede molestarle, pero siempre festejamos sus logros. Sebastián, su pareja y yo.


Sebastián es mi amigo de toda la vida. Y el padre de Valentina. Cuando éramos chicos, me confesó que, cuando tuviera una pareja estable, quería tener un hijo. Pero conmigo. Quería que yo tuviera su hijo. Finalmente, cuando se juntó con Esteban, lo pensaron mucho, y aunque les gustaría también adoptar, volvieron a recordarme la propuesta y acepté. Me dio mucho miedo al principio. Pero el proceso de fertilización y el embarazo fueron tan placenteros que después, esos miedos, desaparecieron.
En general, la visito yo. Nos juntamos a cenar, viajamos. Somos una familia moderna. Siempre le fuimos sinceros a Valentina pese a su corta edad. Ella entendía todo y le dimos las herramientas suficientes para que se defendiera en caso de que fuera cuestionada por la sociedad. Lo que creíamos que era totalmente necesario ya que, aún hoy, siglo veintiuno, siguen habiendo personas que creen en las estructuras antiguas…

Justamente, por eso Valentina estaba en mi casa. Le pasaba eso. Comenzaba a plantearse esas cosas. Como era de esperar, abandonó su dibujo a medio pintar y salió al balcón. Se sentó en la sombra porque sabe que heredó mi piel blanca y sensible al sol fuerte de noviembre. No le gusta sentir el ardor picante que le produce broncearse. 

La miraba de reojo, sentadita en el piso, tomándose las rodillas y jugando con una hoja que se había colado en el quinto piso. La imagen era hermosa pero al mismo tiempo, desoladora. Se podían escuchar los gritos de su cabeza de algo que le estaba molestando.


Hasta que suspiró. Fuerte.

Entonces giré mi cabeza, la sonreí y le pregunté qué había sido ese suspiro. Tardó en responder. Parpadeaba mucho por el reflejo de la luz en la pared blanca y volvió a suspirar antes de expulsar, con un hilo de voz:

 - 
No me gustan mis papás.

No le iba a preguntar demasiado, sabía que había tenido algún roce con alguien de su edad que le había remarcado su condición de hija de padres homosexuales. Los chicos a veces pueden ser muy crueles y no quería imaginarme las cosas que debió escuchar. Y seguramente, las herramientas que le habíamos brindado con tanta cautela, no le habían servido de nada para hacerle entender al otro que estaba feliz con su familia y que no había nada anormal.
-          - ¿Qué no te gusta de ellos? – me miró burlona, como si la respuesta fuera obvia.
-   - Ayer en Naturales estábamos dando los sistemas reproductivos… y la señorita nos contó cómo es que nacemos y todo eso… - hizo una pausa – pero el tema es que yo levanté la mano y le dije que no todos somos así.

Me sonreí pero fue un acto de miedo. Sabía que a partir de eso ella contó libremente su historia y que posiblemente no había sido un compañerito el que la incordió sino toda su división e inclusive la maestra, que hoy en día, no tienen mucho tacto con los chicos.
-  
Le expliqué que yo no había nacido así. Le dije que mi mamá y mi papá Sebastián habían hecho un experimento y que yo nací después. Y se rieron todos. La seño dijo que se callaran pero me miraba raro. Yo pensé que todos sabían ya… entonces me pidió que explicara mejor…

No hizo falta que dijera más. En palabras de una niña tan dulce como ella puede quedar un poco fuerte el discurso de una inseminación entre amigos para que una pareja gay tuviera hijos. Para nosotros no, claro, porque lo vemos como un acto de amor enorme y eso es lo que siempre le enseñamos pero para el resto puede ser una abominación extraterrestre.
-    - Me hubiera gustado tener otros papás… - resopló un rato después.
-    - A mí también…  - le dije sonriendo. Y me miró sorprendida.
-    - Pero si vos tenés mamá y papá.
-    - Sí, ¿y? vos también tenés mamá y papá.
-    - Pero yo tengo dos papás… y una mamá que no vive conmigo.
-    - Mirá… cuando yo era chica también pensaba lo mismo de los míos. Hoy en día un poquito también, eh, pero ya me acostumbré hace rato… Mi papá, tu abuelo, se casó con otra mujer y formó otra familia cuando era chiquita. Lo veía muy poquito. Había días que lo extrañaba un montonazo, no tanto a él, sino estar los dos bajo un mismo techo, compartir un espacio físico. Y mi mamá, tu abuela, era todo lo contrario. Ella siempre estuvo encima mío protegiéndome demasiado y yo siempre quise huir de eso. ¿Vos te creés que yo elegí a mis viejos? ¿Que alguien en el mundo o en la historia de la humanidad eligió a sus padres biológicos?
-    - No, pero hay historias de hijos que fueron adoptados por los padres que querían…
-  - Pero son cuentos… algunos capaz sean verdad, pero ¿vos no nos querés más? ¿querés cambiarnos por otros papás?
-   - No… pero me gustaría ser más normal.
-  - Vos sos normal, Valen… y nosotros también. ¿Sabés la de conocidos que tengo que han tenido hijos con amigos siendo homosexuales? Y teniendo relaciones y todo, eh…
-   - ¡Ay, mamá! – se reía de vergüenza.
-   - Perdón… pero es cierto. Aparte, miranos… yo no vivo con vos, pero nos vemos siempre, compartimos cosas muy lindas de familia. ¡Y vos tenés un papá más que cualquier chico que te puede malcriar llenándote de mimos y regalos!

Nos reímos. Nos abrazamos. Pero en ella volvió cierta amargura. Se notó cuando la fuerza de sus brazos fue cediendo. Me senté en el piso con ella y la miré. Con la cabeza gacha, abrió la boca y me apretó el corazón:

- Espero que hayan pensado muy bien antes de que yo naciera cómo iban a hacer para ayudarme, para que no me traten como un bichito.


Sonreí. La abracé más fuerte y le dije que todos los días pensábamos en eso y que ella podía confiar en cualquiera de los tres para hablar cuando tuviera necesidad o dudas.
Nos quedamos un rato más ahí. ¿Hay alguna sensación más hermosa en el mundo que sentir cómo respira tu hijo apoyado en vos? No creo…


Valentina se incorporó y me dijo que iba a terminar su dibujo y que quería merendar. Íbamos a cocinar algo para esperar a los chicos. Los llamé y les dije que estaba todo bien, que podían venir. Valentina estaba mejor, se la veía tranquila y activa, a la vez.

Cuando sonó el timbre de la puerta, se giró con tanta alegría, como si no viera hace mucho a sus padres y cuando los vio entrar, se les tiró encima con un gran abrazo. Sebastián levantó la cabeza y me miro, apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y una sonrisa de gozo en la cara. Sus ojos se llenaron de lágrimas y me dijo gracias entre labios.


Esa noche soñé con nosotros, en su viejo departamento de soltero, teniendo veinticortos años y yo confesándole un sueño en el que veía a Valentina grande. Él me tomó de la mano y sonrió. Ojalá.