Hoy recibí
una llamada muy preocupada y en seguida trajeron a Valentina a casa. Al
principio, ni siquiera intenté preguntarle por qué estaba tan callada, quieta,
dubitativa. Estaba dibujando. Preferí no molestarla.
Cuando
viene a casa, al departamento, prefiero no fumar adentro, así que salgo al
balcón. Me senté con una revista pero no la estaba leyendo. Era una estrategia,
de alguna manera, para que ella se sintiera sola en el comedor y se acercara.
Por supuesto, lo hizo. Está acostumbrada a que le estén un poco encima y, como
si fuera un acto reflejo, busca rápidamente alguien a quien contarle algo. Sin
embargo, suele ser una chica que ahorra palabras.
Valentina
es mi hija. Pero no vive conmigo. Tiene once años y aparenta menos cuando se
ríe de cualquier cosa. Parece más grande cuando plantea sus dudas. Tiene un don
natural para aprender palabras nuevas, difíciles de entender a esa edad. Lee
mucho y eso la mantiene en un constante aprendizaje de un vocabulario
exquisito. Me enorgullece que sea así, pero no quiero atosigarla con discursos
de madre gozosa por las actitudes de su hija. Elogiarla mucho me da la
sensación de que puede molestarle, pero siempre festejamos sus logros.
Sebastián, su pareja y yo.
Sebastián
es mi amigo de toda la vida. Y el padre de Valentina. Cuando éramos
chicos, me confesó que, cuando tuviera una pareja estable, quería tener un
hijo. Pero conmigo. Quería que yo tuviera su hijo. Finalmente, cuando se juntó
con Esteban, lo pensaron mucho, y aunque les gustaría también adoptar,
volvieron a recordarme la propuesta y acepté. Me dio mucho miedo al principio.
Pero el proceso de fertilización y el embarazo fueron tan placenteros que
después, esos miedos, desaparecieron.
En general,
la visito yo. Nos juntamos a cenar, viajamos. Somos una familia moderna.
Siempre le fuimos sinceros a Valentina pese a su corta edad. Ella entendía todo y le dimos las herramientas suficientes para que se
defendiera en caso de que fuera cuestionada por la sociedad. Lo que creíamos
que era totalmente necesario ya que, aún hoy, siglo veintiuno, siguen habiendo
personas que creen en las estructuras antiguas…
Justamente,
por eso Valentina estaba en mi casa. Le pasaba eso. Comenzaba a plantearse esas
cosas. Como era de esperar, abandonó su dibujo a medio pintar y salió al
balcón. Se sentó en la sombra porque sabe que heredó mi piel blanca y sensible
al sol fuerte de noviembre. No le gusta sentir el ardor picante que le produce
broncearse.
La miraba de reojo, sentadita en el piso, tomándose las rodillas y jugando con
una hoja que se había colado en el quinto piso. La imagen era hermosa pero al
mismo tiempo, desoladora. Se podían escuchar los gritos de su cabeza de algo
que le estaba molestando.
Hasta que
suspiró. Fuerte.
Entonces
giré mi cabeza, la sonreí y le pregunté qué había sido ese suspiro. Tardó en
responder. Parpadeaba mucho por el reflejo de la luz en la pared blanca y
volvió a suspirar antes de expulsar, con un hilo de voz:
-
- No
me gustan mis papás.
No le iba a
preguntar demasiado, sabía que había tenido algún roce con alguien de su edad
que le había remarcado su condición de hija de padres homosexuales. Los chicos
a veces pueden ser muy crueles y no quería imaginarme las cosas que debió
escuchar. Y seguramente, las herramientas que le habíamos brindado con tanta
cautela, no le habían servido de nada para hacerle entender al otro que estaba
feliz con su familia y que no había nada anormal.
- - ¿Qué
no te gusta de ellos? – me miró burlona, como si la respuesta fuera obvia.
- - Ayer
en Naturales estábamos dando los sistemas reproductivos… y la señorita nos
contó cómo es que nacemos y todo eso… - hizo una pausa – pero el tema es que yo
levanté la mano y le dije que no todos somos así.
Me sonreí
pero fue un acto de miedo. Sabía que a partir de eso ella contó libremente su
historia y que posiblemente no había sido un compañerito el que la incordió
sino toda su división e inclusive la maestra, que hoy en día, no tienen mucho
tacto con los chicos.
-
- Le
expliqué que yo no había nacido así. Le dije que mi mamá y mi papá Sebastián
habían hecho un experimento y que yo nací después. Y se rieron todos. La seño
dijo que se callaran pero me miraba raro. Yo pensé que todos sabían ya…
entonces me pidió que explicara mejor…
No hizo
falta que dijera más. En palabras de una niña tan dulce como ella puede quedar
un poco fuerte el discurso de una inseminación entre amigos para que una pareja
gay tuviera hijos. Para nosotros no, claro, porque lo vemos como un acto de
amor enorme y eso es lo que siempre le enseñamos pero para el resto puede ser
una abominación extraterrestre.
- - Me
hubiera gustado tener otros papás… - resopló un rato después.
- - A mí también… - le dije sonriendo. Y me
miró sorprendida.
- - Pero
si vos tenés mamá y papá.
- - Sí,
¿y? vos también tenés mamá y papá.
- - Pero
yo tengo dos papás… y una mamá que no vive conmigo.
- - Mirá…
cuando yo era chica también pensaba lo mismo de los míos. Hoy en día un poquito
también, eh, pero ya me acostumbré hace rato… Mi papá, tu abuelo, se casó con
otra mujer y formó otra familia cuando era chiquita. Lo veía muy poquito. Había
días que lo extrañaba un montonazo, no tanto a él, sino estar los dos bajo un
mismo techo, compartir un espacio físico. Y mi mamá, tu abuela, era todo lo
contrario. Ella siempre estuvo encima mío protegiéndome demasiado y yo siempre
quise huir de eso. ¿Vos te creés que yo elegí a mis viejos? ¿Que alguien en el
mundo o en la historia de la humanidad eligió a sus padres biológicos?
- - No,
pero hay historias de hijos que fueron adoptados por los padres que querían…
- - Pero
son cuentos… algunos capaz sean verdad, pero ¿vos no nos querés más? ¿querés
cambiarnos por otros papás?
- - No…
pero me gustaría ser más normal.
- - Vos
sos normal, Valen… y nosotros también. ¿Sabés la de conocidos que tengo que han
tenido hijos con amigos siendo homosexuales? Y teniendo relaciones y todo, eh…
- - ¡Ay,
mamá! – se reía de vergüenza.
- - Perdón…
pero es cierto. Aparte, miranos… yo no vivo con vos, pero nos vemos siempre,
compartimos cosas muy lindas de familia. ¡Y vos tenés un papá más que cualquier
chico que te puede malcriar llenándote de mimos y regalos!
Nos reímos.
Nos abrazamos. Pero en ella volvió cierta amargura. Se notó cuando la fuerza de
sus brazos fue cediendo. Me senté en el piso con ella y la miré. Con la cabeza
gacha, abrió la boca y me apretó el corazón:
- Espero
que hayan pensado muy bien antes de que yo naciera cómo iban a hacer para
ayudarme, para que no me traten como un bichito.
Sonreí. La
abracé más fuerte y le dije que todos los días pensábamos en eso y que ella
podía confiar en cualquiera de los tres para hablar cuando tuviera necesidad o
dudas.
Nos
quedamos un rato más ahí. ¿Hay alguna sensación más hermosa en el mundo que
sentir cómo respira tu hijo apoyado en vos? No creo…
Valentina
se incorporó y me dijo que iba a terminar su dibujo y que quería merendar.
Íbamos a cocinar algo para esperar a los chicos. Los llamé y les dije que
estaba todo bien, que podían venir. Valentina estaba mejor, se la veía
tranquila y activa, a la vez.
Cuando sonó
el timbre de la puerta, se giró con tanta alegría, como si no viera hace mucho
a sus padres y cuando los vio entrar, se les tiró encima con un gran abrazo.
Sebastián levantó la cabeza y me miro, apoyada en el marco de la puerta, con
los brazos cruzados y una sonrisa de gozo en la cara. Sus ojos se llenaron de
lágrimas y me dijo gracias entre
labios.
Esa noche
soñé con nosotros, en su viejo departamento de soltero, teniendo veinticortos años y yo confesándole un
sueño en el que veía a Valentina grande. Él me tomó de la mano y sonrió. Ojalá.