En una
habitación dudosamente oscura, diviso dos cuerpos recostados uno al lado del
otro. Dos voces diferentes susurran cosas inentendibles. Me acerco para
escuchar mejor. Una de las voces me es familiar; la otra me aterra: es mi
propia voz. Me siento encerrada, como si me faltara el aire. Quiero detener lo
que está sucediendo delante mío. Siento que soy invisible.
Los cuerpos
se acercan y la poca luz me prohíbe distinguir figuras. Los susurros se
reemplazan por fricciones de labios, por suspiros, por respiraciones turbadas.
Al mismo tiempo que lo veo, siento tus manos en mi cintura, en mi espalda, en
mi estómago. Siento cómo te deshacés fácilmente de la ropa que llevo puesta.
Desaparece en un rincón, primero, una camisa. Después, mis pantalones. Como si
fuera un juego, empezás a manejar mis manos. Las llevás hacia tu cara, me mirás
fijo y las bajás hasta tu cintura. Lo estoy viendo. Lo veo desde afuera, pero
lo siento. Veo tus ojos clavados en mí, la mirada desafiante que ya no tiene
rasgos de inocencia, está provocándome. Sonreís de costado, como si se tratara
de una perversa seducción. Lentamente, te acercás a un lado de mi cabeza y me
preguntás “hasta donde quiero llegar”. Me desafiás a romper mis propios
límites. Me besás pero no digo nada.
Volvés a
mis manos, pero esta vez, las presionás fuerte. No duele, te imponés. Los
movimientos que les provocás ahora dejaron de ser caricias, son bruscos, al
igual que tus besos. Te detenés para sacarte toda la ropa que llevás puesta.
Abrís mis piernas de un movimiento, volvés a meterte en mi boca y a manejar mis
extremidades. Mis piernas te rodean la cintura, mis brazos también y mis manos
están sobre tus muslos. Las cierro tensas. Lográs librarte de mí rápido, me
girás, apoyás todo tu cuerpo sobre mí, empujándome. Volvés a mi oído y tu voz
agitada aparece: “te haría de todo”. Me preguntás si me gusta lo que hacés,
varias veces. No puedo responder porque tus dedos juegan con mi lengua y mis
dientes. Si te muerdo, presionás más tu cuerpo sobre el mío.
Mi figura
estática comienza a soltarse y me acerco un poco. Miro tu cara y está
transformada. Sos vos, lo sé, pero tus gestos son tan violentos que no te
reconozco. No logro ver la otra. Me vuelvo a alejar temiendo ser vista. En la
cama, siento cómo me girás, me mordés el cuello, suspirás muy profundo, casi
como un gemido. Te desplomás a mi lado, respirás, me tomás por la cintura y me
ubicás sobre la tuya. “Movete, dale”, decís, pero no conforme con mi postura,
te incorporás, te sentás pero aún estoy sobre vos.
Entonces
veo cómo arrancás mis últimas prendas y volvés a tirarme sobre la cama. Decís
algo repetidamente, que no logro descifrar. Tu voz, la escucho; tu figura
moviéndose sobre mi cuerpo, la veo. Me crispa escucharte, me envuelve, aunque
no entienda. Escucho gemidos cada vez más intensos, no soporto verlo más desde
afuera, quiero volver a estar en mi cuerpo. Siento que ahora la que está ahí
con vos es otra. Me desespero, me vuelvo loca, me atacan los pensamientos, me
enferma. Corro hacia el interrumpor de luz, la enciendo. Te girás tan rápido
que puedo percibir cierto miedo, vergüenza, culpa.
Pero no te miro a vos, la miro a ella. Sorprendida, atormentada.
Tiene el
pelo corto, pero despeinado, como si fuera su estado natural. Es verde. Me mira
enojada, nadie dice nada, solamente me mira y vos vas desapareciendo. Supongo
que te paraste y te estás vistiendo. Su cara tiene una oscuridad, cierto
misterio: me es familiar, la vi antes, pero ya no parezco yo. Refleja seguridad
en su cuerpo desnudo, abierto. No se cubre, no deja de verme fijo a los ojos ni
se movió de su lugar. Me hace sentir que la que está equivocada soy yo, que no
tengo que estar ahí, me está echando con la mirada. Lo entiendo. Retrocedo dos pasos, giro y estás atrás mío. Me mirás unos segundos y me besás. Me
tirás sobre la cama, empieza todo de nuevo. Lo mismo. Pero ahora no está la
chica de pelo extraño. Estoy yo. Sin embargo, en un instante, miro hacia la
puerta y veo una sombra que nos está observando.
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