martes, 27 de septiembre de 2011

Y él me preguntaba si yo estaba loca, y yo respondía con complicidad


"Quel est ton problème?" , me repetía cada vez que me miraba. Yo no levantaba la mirada del suelo y mi cabeza entonaba una pegadiza ópera. Francesa. Estaba sentada sobre su colección de revistas de arquitectura gótica y él dibujaba bajo el único foco que iluminaba el gran monoambiente. Era demasiado grande. Y muy frío. Las paredes eran de un gris dudoso, la humedad había acabado con la pintura desde antes que él viviera ahí. El cielorraso era aún más oscuro, no había vestigio de luz alguno. El techo correspondía a una casa antigua. Era demasiado alto. Y él, sumido en su tarea absurda, seguía ignorando mi presencia. Cantando. Riendo solo. Hablando solo. Verlo provocaba dolor. Su posición era incómoda. Se notaba. Volvía a repetir "quel est ton problème?". Luego decía cosas que ya no entendí.
Seguía acurruda entre la pared y el piso. Seguía observando ese lugar que por la noche cobraba otro sentido. Seguía sintiéndome aislada. Seguía pensando en su voz, en su distancia. Estaba ahí. Estábamos ahí y estábamos lejos. Estaba molesta y seguía enloqueciendo. Quería gritar, y sacarlo de su mundo. ¿Por qué no me incluía? ¿Por qué me evitaba de esa manera? Y, ¿por qué seguía preguntando cuál era mi problema? Si sabía que mi problema era él...
Mis manos y ojos se cerraron instantáneamente, quería golpear algo. Me tomé la cabeza con fuerza. Para tranquilizarme. Y al levantarla, lo miré de nuevo con los ojos mojados. Me miraba sonriendo. Irónico. "Quel est ton problème?". De nuevo.
Me levanté y fui al gran ventanal. La abrí y vi, bajo inmensas lágrimas, toda una ciudad viviendo. Sonidos que salían de algún lado. Prendí un cigarrillo y pité largamente. "Quel est ton problème?", retumbaba en mi cabeza. "Quel est ton problème?".
Dos manos heladas y huesudas tomaron mi cintura. Un muerto me tomaba por la cintura. Sus manos parecían grises, como el resto del lugar. Y al oído comenzó a susurrarme canciones y versos perdidos. Él sonreía y yo callaba. Seriamente, seguía pitando. Las frases salían de su boca como el humo de la mía. Gris. Grises. Mi mirada eternizada en un punto imaginario, helaba más aún mi posición.
Seguía. Seguía hablando solo. Pero me hablaba a mí.
Sin respuesta, con su sonrisa apagada, se separó de mi cintura y de mi oído. Fue retroceciendo a su lugar de origen. Se sentó nuevamente en esa horrible posición y miraba la hoja garabateada. Ya no cantaba, ni hablaba. Miraba. Me miraba a mí. Su dibujo. Su arte. Y me decía que todo había acabado. Que podía volver a ser yo. Que recobre la vida y salga del cuarto gris. Me giré y lo miré bien profundo. Con los ojos bien abiertos. Y él me preguntaba si yo estaba loca, y yo respondía con complicidad. Con silencios.
Volví a la ventana. Me asomé de nuevo a esa ciudad que vivía.
- Yo quiero vivir.- le dije.
Y di dos pasos y sentí el eterno viento en mis mejillas.
Ahora vivo. Vivo de verdad, entre las hojas caídas, los cantos de los pájaros, las noches oscuras. Entre las paredes grises crezco. Y vuelvo a nacer en su papel.

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